ATRAVESANDO LOS ANDES
Agosto 1998
Texto y fotos: Alberto Puerta
El único paso que libra Los Andes, uniendo la ciudad argentina de Mendoza con Santiago, la capital de Chile, es el del Cristo Redentor, una ruta transitada a diario por centenares de viejos camiones, que con sobrecargas espectaculares llegan milagrosamente a su destino.
Hasta Mendoza, los transportistas argentinos y brasileños deben cruzar las inmensas pampas en las que el cansancio, a veces mitigado mascando hojas de coca, o la inseguridad de la ruta, representan los peligros a los que han de enfrentarse los choferes del Cono Sur.
La zona de Mendoza es una especie de Rioja argentina, en donde sus tierras y su clima continental han posibilitado el cultivo de la vid y la producción de vinos, con una floreciente exportación, sobre todo a la vecina Chile. También la carne de vacuno mendocina tiene su bien ganado prestigio entre los gauchos de esta inmensa y eterna llanura.
Asentada en Luján de Cuyo, la empresa de transportes Felipe Andreu e Hijos es una de las más importantes de la región, con una flota de superior a los cincuenta camiones, la mayoría Scania. Gracias a su amabilidad pudimos acompañar a uno de sus camiones que partía para Santiago de Chile con una carga de vino espumoso.
Jorge Guirado, nuestro anfitrión, es un verdadero afortunado. En un país donde la edad media de los camiones se cuenta por décadas, él acaba de estrenar un flamante Scania 124 de 360 CV. Argentina con sus proteccionistas leyes de importación no permite la entrada de vehículos de ocasión y los nuevos han de salir de las factorías instaladas en el país. Esta es una de las razones por la que los camiones duran toda una vida y no resulta extraño que un veterano Scania 111, ya pieza de museo en Europa, pueda costar el equivalente a nueve millones de pesetas.
En nuestro recorrido nos cruzamos con viejos Chevrolet, Ford e incluso Fiat de 150 a 250 CV arrastrando remolques con 40 toneladas. La velocidad en las cuestas, como bien os podéis imaginar, es la de un ciclista y las volutas de humo negro haría palidecer a los ecologistas y los “verdes”. Aquí casi todo está permitido y los profesionales han de buscarse la vida con material antediluviano. No es el caso de Felipe Andreu e hijos que con un parque de siete años de edad media es una “rara avis” en el transporte argentino.
La ruta del infierno. En Argentina no existe el tacógrafo y por ello las jornadas suelen ser agotadoras con 15 y más horas de conducción diarias, imposibles de realizar si no es con estimulantes. Es normal que entre los utensilios de un chofer se encuentre una saquita con hojas verdes de coca que van mascando para mantenerse despiertos.
Los accidentes entre los camioneros, algunas veces fatales, son por lo tanto muy frecuentes, siendo la seguridad vial sensiblemente mejorable. Jorge me comenta con rotundidad que el no es partidarios de la estimulación artificial, ya que cuando se disipan sus efectos el cuerpo queda para el arrastre y puedes pasar los siguientes dos días en la cama sin poder moverte. De todas formas, el hacer de diecisiete a veinte mil kilómetros al mes es cosa normal.
El Puerto de Los Caracoles salva 1.200 metros de desnivel y tiene treinta y dos curvas de 180º sin pretiles ni quitamiedos. Estamos en el otoño austral. En invierno la nieve alcanza aquí los cinco metros de altura y la ruta permanece cortada durante semanas enteras.
Nuestro viaje comienza en la bodega de Chandón, en la que Jorge carga su flamante Scania para Santiago de Chile. Dejamos atrás las tierras de Mendoza para iniciar la escalada a la mítica Cordillera. En animada charla comparamos la vida de un chofer argentino con la de cualquier colega europeo con sus nueve o diez horas de conducción diarias máximas. “Algún día –me comenta Jorge- esas leyes llegarán aquí y podremos compararnos con ustedes. En Argentina existe una legislación sobre horarios de trabajo que nadie respeta, ni nadie hace respetar.
Hacemos nuestra primera parada en Uspallata, último pueblo importante de Argentina en esta ruta y último lugar donde repostar gasóleo. A pocos kilómetros nos encontramos con un inquietante cartel que anuncia el estado de los pasos de montaña. “En caso de tormenta de nieve regresen inmediatamente a Uspallata”, nos anuncia amenazante. Menos mal que es otoño austral y el blanco manto solo se adueña de las altas cumbres. En pleno invierno la nieve alcanza los cinco metros y es habitual que la carretera se vea cortada durante semanas enteras.
Los Andes dan miedo. La Cordillera, por estos lares basta con este nombre para referirse a Los Andes, es uno de los sistemas montañosos mas grandes del mundo, extendiéndose de norte a sur a lo largo de 7.500 kilómetros y haciendo de frontera natural entre Chile y los países de su entorno. Con alturas por encima de los seis mil metros, Los Andes cuentan con algunos impresionantes pasos de carretera, siendo el Puerto de Los Caracoles uno de los más utilizados.
A partir de Uspallata la carretera comienza a empinarse suavemente y los 360 CV del motor V 8 Scania trabajan sin desmayo. Nos cruzamos con una verdadera y variopinta exposición de camiones. Flamantes Kenworth hacen la competencia a auténticas reliquias con el Fiat 619 N que pilota Ariel Molina y que con sus 260 CV atmosféricos hace frente a diario a la ruta Mendoza – Santiago con una cisterna de aceite de 30 toneladas. Realmente Ariel tiene que azuzar y dar de comer gasóleo en abundancia a cada uno de esos caballos mecánicos.
Pasamos los trámites aduaneros correspondientes en la localidad de Punta de Vacas, un pequeño villorrio que antiguamente y cuando funcionaba el ferrocarril transandino, servía como lugar de transferencia de las mercancías de los camiones al tren, dado que la carretera era impracticable a través del Puerto del Cristo Redentor a cuatro mil metros de altura. Hoy en día el antiguo túnel del ferrocarril ha sido habilitado para el tráfico rodado ya que la carretera del Cristo Redentor está cerrada por derrumbamientos.
Puente del Inca es un antiguo complejo termal, ahora abandonado, con una salvaje belleza por el color amarillo de sus rocas bañadas por aguas sulfurosas. Un puente natural de roca de 48 metros lleva hasta el antiguo balneario en el que hoy solo habitan dos monjes budistas. Entre Puente del Inca y Las Cumbre, a la derecha de la carretera podemos maravillarnos con la observación del mítico pico Aconcagua que, desde sus 6.960 metros de altura, vigila nevado el devenir de los camiones. Ciertamente no es el techo del mundo, pero estamos muy cerca.
Descenso en picado. En Las Cumbres, puesto fronterizo chileno, hacemos la última parada. La altura, cercana a los 3.500 metros, hace la respiración fatigosa y cualquier esfuerzo supone con toda seguridad un desmayo por la falta de oxígeno. Correr aquí o hacer cualquier trabajo violento supone problemas de asfixia, algo que no parece importarle demasiado al cóndor que plácidamente planea sobre nuestras cabezas.
Desde aquí enfilamos directamente al túnel de cuatro kilómetros de largo, estrecho como una hoja de papel y en el que dos camiones se cruzan con dificultad. No resultan extraños los enganchones en los que pagan las culpas los espejos retrovisores. Y a dos kilómetros de la salida, Los Caracoles. ¡Madre mía¡ De vértigo. No quiero imaginarme como será esto en invierno,
El Puerto de Los Caracoles salva un desnivel de 1.200 metros de altura desde la plataforma superior hasta el fondo del precipicio. Treinta y dos curvas de 180º sin pretiles, quitamiedos o cualquier otra medida de seguridad vial o algo que se le parezca. El que se despiste en este peligroso tramo necesitará alas o más bien se las ganará gratis para subir directamente al cielo desde la cabina.
No quiero pensar como se las arreglará nuestro amigo Ariel con su freno motor de mariposa sobre los gases de escape y los doce litros de cilindrada de su cansado Fiat. Para Jorge y para mi el terrible descenso al que nos enfrentamos no representa ninguna dificultad, ya que el Scania cuenta con el retárder hidráulico integrado. Todo un lujo técnico por estos pagos, acostumbrados a las mecánicas arcaicas.
Arrastrando penosamente sus pesados remolques vemos ascender en dirección opuesta a una enorme fila de gigantescas hormigas procesionarias marcando el paso lento del primero de ellos. Tratar de adelantar aquí es cuestión de bemoles o de falta de juicio. Y ciertamente hay algunos osados que lo intentan poniendo en peligro la integridad de los demás.
Desde el Paso del Inca es posible admirar el Aconcagua con sus casi 7.000 metros de altura. Aquí el oxígeno escasea y la oxidada señalización vertical solo informa de los peligros para los choferes. Gracias al freno integrado del Scania, pasar Los Andes es quizá menos peligroso.
La suya nos importa un rábano. Es por esto que algunos choferes de este entorno reciben el cariñoso apelativo de “los salvajes de la Cordillera” y es que chiflados e imprudentes existen en todas partes. En Los Caracoles se suelen pagar muy caras las imprudencias. A pocos kilómetros del Puerto encontramos un camión volcado, en perfecta posición de engrase si los ejes estuvieran en su lugar y no esparcidos por el arcén. Por fortuna el conductor, quizá agotado por el esfuerzo de las interminables curvas, pudo contarlo y será otra anécdota más en su eterna y tétrica historia de esta ruta maldita.
Cerca de una localidad denominada Los Andes, ya en territorio chileno, hacemos un alto en el camino para saborear un pote de mate, típica hierba estimulante sudamericana que el algunos casos sustituye al café. Provistos de la calabaza y la “bombilla”, especie de paja metálica para chupar, con su filtro, sigo el rito de Jorge en su esmerada y litúrgica preparación. Reconstituyente natural, el mate es una sabrosa infusión que relaja los ánimos y tranquiliza el espíritu tras la “jindama” del descenso de Los Caracoles.
A partir de aquí la ruta es coser y cantar, con la excepción del tráfico endiablado a medida que nos acercamos a Santiago. Para mi sorpresa nos encontramos con numerosos Pegasos de todas las épocas y modelos. Troner que todavía lucen bonitos entre una marabunta de piezas de museo entre las que se pueden ver algunos 170 Europa que resignados tiran como Dios les da a entender de pesados remolques de dos y tres ejes. Chile fue un gran importador de la marca española.
A las puertas del almacén de destino me despido de Jorge con la firme promesa de volver algún día para hacer una travesía más larga, quizá hasta la Patagonia. Pienso en el cóndor que nos sobrevoló frente al Aconcagua y aún no me explico cómo es posible hacer esta ruta a diario y poder llegar a la jubilación en el oficio.
Felipe Andreu, un español que hizo las Américas.
Murciano de nacimiento, Felipe Andreu tomó su maleta en 1958 y cargado de ilusiones cruzó el océano para establecerse en Argentina. Se casó y asentó en Mendoza y poco tiempo regentaba una gasolinera de su suegro. Comenzó a tener tratos con los camioneros que repostaban en sus instalaciones y en 1962 se animó a comprar su primer camión; un Ford F600 con el que transportaba ganado vivo desde la pampa mendocina hasta Las Cuevas. Por aquellas fechas la ruta, unos doscientos kilómetros, era mitad asfalto y mitad tierra. Walter Conejeros, el chofer que estrenó el Ford todavía está en la empresa.
Pronto olfatea el negocio y compra su segundo camión, un Bedford, a un amigo suyo, Luján Williams, alias el “Gringo”, que ahora es el propietario de la concesión de Scania en Mendoza. Poco a poco Felipe va cogiendo más trabajo y en 1976 comienza a comprar Scania, siendo en este momento el primer cliente de la marca sueca en Mendoza.
Sus rutas se amplían a la capital, Buenos aires, cargado sobre todo con productos alimenticios y vinos. Hoy en día la empresa cuenta con una flota de más de cincuenta Scania y más de sesenta semirremolques destinados a todo tipo de tráficos, en especial vinos y productos petrolíferos de la refinería de Luján de Cuyo.
Felipe es padre de tres hijos, Eduardo, Fabián y Leonardo. Los dos primeros están ya integrados en la empresa y son fieles escuderos de su padre al que han alegrado con la llegada de los nietos. Leonardo, el más joven, se ha graduado recientemente como abogado.
“Me siento muy afortunado –me confiesa Felipe entre emocionado y orgulloso- por las posibilidades que me ha dado Argentina. Soy español, pero me siento argentino y si hoy me dicen que tengo que volver no me sería fácil puesto que no me sentiría a gusto conmigo mismo”
D. Felipe Andreu es cónsul honorario de España en Mendoza.
RECUERDE EL LÉCTOR QUE ESTE ARTÍCULO ES DEL AÑO 1998